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Ana es la cuidadora principal de su madre con demencia, lleva tres años sin una noche completa de sueño; la semana pasada, cuando su madre rompió un vaso (una vez más), sintió que ya no podía respirar y tuvo que salir corriendo de casa.

Miguel por su parte, es auxiliar en una residencia y, en los últimos días, se ha descubierto evitando el contacto visual con las personas a las que atiende y le aterra la idea de ir a trabajar, sintiendo que hace meses perdió la empatía y solo cumple con un trámite.

Estos dos casos ficticios son la realidad de muchas personas que dedican su día a día a cuidar a otras personas. Cuidar es uno de los gestos más nobles, pero también uno de los más exigentes. Lo sabemos bien: familiares que reorganizan toda su vida para estar al lado de quien lo necesita; profesionales que, incluso después de terminar su turno, siguen pensando en “qué más podrían haber hecho”.

Y aunque esa entrega nace del vínculo y del compromiso, muchas veces conduce al límite, como parece que les está pasando a Miguel y a Ana. Por eso, antes de hablar de cuidar a los demás, conviene preguntarnos: ¿cómo se cuidan quienes cuidan? Para empezar a responder esta pregunta, es fundamental mirar hacia adentro.

El cuidado comienza por dentro

El neuropsicólogo Xavier Montaner lo resume con una frase sencilla y poderosa: “Me cuido, te cuido”. Y es que nadie puede sostener mucho tiempo a otra persona si no se sostiene también a sí misma. Esta mirada interna nos invita a asumir una verdad incómoda, pero necesaria, como primer acto de autocuidado: aceptar la realidad.

Hay situaciones que simplemente no podemos controlar, y desgastamos gran parte de nuestra energía luchando contra ellas. La aceptación no es resignación, sino el reconocimiento de lo que no está en nuestras manos para responder con mayor flexibilidad a lo que sí podemos hacer. Pensemos en ello:

Ana, al cuidar de su madre, puede pensar: “No puedo evitar que mi madre tenga esta enfermedad, pero sí puedo elegir cómo quiero estar a su lado”.

Miguel, como profesional de referencia, puede reconocer: “No siempre podré cambiar el carácter de la persona que acompaño, pero sí puedo cuidar mi manera de relacionarme con ella”.

Al aceptar la realidad del cuidado, se abre un espacio de mayor libertad y energía disponible. Aceptar libera. Dejamos de gastar energía en luchar contra lo imposible y podemos usarla en lo esencial: ofrecer un cuidado de calidad.

Sobrecarga del cuidador: lo que no siempre se dice

Pero el desgaste no solo proviene del esfuerzo físico o logístico. La sobrecarga del cuidador (o burnout) es mucho más que cansancio: es la sensación de que la balanza entre dar y recibir está completamente rota y de haber agotado las propias reservas. 

Este desgaste se manifiesta en la pérdida de la perspectiva y del contacto emocional:

Ana se descubre irritable con el resto de la familia y, al final del día, siente que ha perdido la paciencia, no el amor.

Miguel en la residencia se siente como una pieza más de un engranaje que va “como una máquina”, sin tiempo para la reflexión o para las propias emociones.

Nombrar lo que ocurre es un primer paso, pero no basta con poner etiquetas. El verdadero reto, y lo que previene el colapso, es identificar y experimentar esas emociones: permitirnos sentir la tristeza, la rabia o el agotamiento sin quedarnos atrapados en ellas.

Claves para cuidar sin vaciarse

Ante esta realidad, ¿cómo podemos sostener el acto de cuidar sin perdernos en el camino?

Las intervenciones psicológicas, con apoyo en la validación emocional, demostraron ser eficaces para reducir los síntomas depresivos y de sobrecarga del cuidador. (Losada-Baltar et al., 2020)

Estas son algunas acciones sencillas y concretas que puedes poner en marcha en tu día a día:

  • Atención plena y micro-pausas: Un minuto para respirar, cerrar los ojos o salir a tomar aire puede marcar la diferencia en tu nivel de tensión.
  • Nombrar las emociones: Decir “hoy estoy agotada” abre la puerta a pedir ayuda, y permitirnos sentir y soltar lo que vivimos evita que nos consuma. Lo que no se transita, se estanca y pesa más.
  • Cuidar la voz interna: evita juzgarte y culpabilizarte cuando las cosas no salgan bien.
  • Tejer red: La soledad cuida mal. Compartir un café o una risa con alguien que entiende nuestra situación es una medicina poderosa.
  • Establece tus fuentes de sentido: Identifica una o dos actividades diarias (media hora de lectura, un paseo) que no puedes saltarte. Al defender ese espacio, proteges la base de tu propio bienestar.
  • Vuelve a tu historia: Busca reconectar con un hobby o interés de hace años (pintar, escuchar música) para recordarle a tu voz interna que tu identidad sigue ahí.
  • El poder de la palabra «No» y la delegación: Practica decir «no, hoy no puedo» o «necesito ayuda con esto» sin culpa. Esto te permite gestionar tu energía disponible y evitar el agotamiento.

Cuidarnos para seguir cuidando

Cuidarnos es escucharnos. Es detenernos a oír nuestras propias necesidades. Cuando damos espacio a nuestro propio bienestar, el cuidado de la otra persona deja de ser únicamente una carga y se convierte en un espacio de encuentro y de sentido compartido.

Recuerda: nadie da lo que no tiene. Cuida tu propia reserva de energía. Tu bienestar no es un lujo, es el motor del buen cuidado. Te animamos a aplicar alguna de las claves anteriores en tu día a día, porque el cuidado más importante es el que te das a ti misma. 

¿Por cuál de estas claves empiezas hoy para cuidarte mejor?